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Víctimas a dedo: genocidios silenciados y la hipocresía del orden global

  • Foto del escritor: CERES
    CERES
  • 1 jul
  • 8 Min. de lectura

Por Wesley S.T Guerra


En el escenario global actual, las tragedias humanas suelen narrarse de forma selectiva. Las vidas de países “lejanos” quedan a menudo fuera del foco mediático y político, como advirtió la filósofa Judith Butler al reflexionar sobre la asignación desigual de la “llorabilidad” de las víctimas. Solo quienes encajan en el marco dominante (vidas “occidentales”, cristianas o estratégicamente útiles) son presentados como dignos de compasión, mientras otras muertes permanecen silenciadas. 


Este fenómeno ha sido estudiado por pensadores como Hannah Arendt, que mostró cómo la burocratización del mal facilita la indiferencia, o Edward Said, que reveló cómo el discurso orientalista deshumaniza a los “otros”. En una sociedad regida por la necropolítica descrita por Achille Mbembe, las élites globales deciden qué poblaciones pueden vivir y cuáles pueden morir. Mahmood Mamdani añade que las categorías impuestas por el colonialismo siguen alimentando conflictos actuales. En este contexto, la hipocresía internacional construye discursos que legitiman a unas víctimas mientras silencian a otras. 


El caso del Congo Belga ilustra bien esta selectividad histórica. Bajo el dominio personal del rey Leopoldo II (1885–1908), el Estado Libre del Congo sufrió castigos atroces para la extracción de caucho: trabajo forzado, violaciones correctivas, abortos forzados, latigazos y mutilaciones (como cortar las manos) eran rutina. A eso se sumaron el hambre, epidemias de enfermedad del sueño y viruela. Como resultado, la población cayó de forma catastrófica. Hoy se acepta que murieron decenas de millones, con estimaciones comunes entre 10 y 15 millones de congoleños muertos durante ese periodo (superando el Holocausto y convirtiéndose en el mayor genocidio de la historia de la humanidad). 


Sin embargo, estos horrores permanecieron durante mucho tiempo ocultos o minimizados en Occidente, mientras esa misma comunidad internacional mostraba indignación por otros abusos. Solo tras las denuncias de misioneros y activistas (como Edmund Dene Morel) surgió cierta atención, pero ni siquiera el Estado belga reconoce que se trató de un genocidio formal. Este caso colonial, que Mbembe interpretaría como un ejemplo extremo de necropolítica (la muerte instrumentalizada para beneficio económico), rara vez se incluye en los discursos oficiales sobre derechos humanos, aunque permanece activo y lleno de matices selectivos alimentados por las grandes economías. 


Otro asesinato masivo de civiles fue el genocidio armenio (1915–1923) en el Imperio Otomano. Durante ese periodo, entre 1,5 y 2 millones de armenios fueron deportados y brutalmente asesinados. Sin embargo, el reconocimiento político sigue siendo incompleto: los países occidentales evitan calificarlo de “genocidio” por conveniencias diplomáticas. La “amenaza turca” se trata con indulgencia, mientras Turquía controla narrativas clave. 


Arendt advertiría que la banalidad de la política hace que todavía hoy se justifiquen o silencien estos crímenes. El mundo, por otro lado, dio una enorme resonancia al Holocausto judío europeo, pero habló muy poco de las otras víctimas de las comunidades LGBTQIA+, gitanas, con discapacidad, armenias, asirias y griegas que también sufrieron aquel plan sistemático de exterminio. 


En tiempos recientes, el patrón se repite. En Myanmar (antigua Birmania), el régimen militar cometió en 2017 una “limpieza étnica” contra los musulmanes rohingyas. Testigos y organizaciones documentaron asesinatos indiscriminados, violaciones y quema de aldeas. La organización Médicos Sin Fronteras denunció que al menos 6.700 rohingyas fueron asesinados en el primer mes de la ofensiva, incluidos 730 niños pequeños. Un estudio independiente estimó decenas de miles de muertos (cifras no oficiales hablan de unos 25.000) y más de 700.000 personas fueron forzadas a huir hacia Bangladesh. A pesar de ello, hasta hace poco, la reacción internacional fue escasa: los medios de comunicación rara vez destacaban el genocidio en curso. 


Este contraste en la cobertura refleja la observación de Butler: muchas de estas víctimas no eran “visibles” dentro de los marcos de reconocimiento global, de modo que su sufrimiento se percibía como lejano o “justificable” en nombre de la seguridad. 


La traición a los kurdos del norte de Siria es otro ejemplo de esa falacia. Combatientes kurdos se aliaron con Estados Unidos en la lucha contra el ISIS, sufriendo enormes pérdidas humanas para derrotar al grupo extremista. Sin embargo, en octubre de 2019, el presidente Donald Trump ordenó la retirada repentina de las tropas estadounidenses del norte de Siria, abandonando prácticamente a sus aliados kurdos a su suerte. 


Turquía, aliada de EE. UU., lanzó entonces una ofensiva contra ellos. Legisladores de ambos partidos advirtieron que ese gesto –“titubear” con los kurdos– enviaba una “mala señal” a los aliados de Estados Unidos en todo el mundo. El caso de los kurdos casi no aparece en el gran relato geopolítico: los países occidentales hablan de proteger soberanías en Ucrania y condenan potencias extranjeras, pero desvían la mirada cuando esa soberanía emana de pueblos sin Estado propio. 


Arendt probablemente señalaría que la “responsabilidad de juicio” se perdió cuando la política internacional siguió apetitos estratégicos en lugar de principios universales. 


Un ejemplo actual y doloroso es Gaza. Desde octubre de 2023, Israel emprendió una intensa campaña militar en el enclave palestino tras los ataques de Hamás. El saldo es estremecedor: según datos verificados por la prensa, al menos 46.700 palestinos han sido asesinados en 15 meses de guerra, de los cuales unos 18.000 eran niños. Esto significa que ha muerto aproximadamente 1 de cada 50 habitantes de Gaza. A pesar de la magnitud del sufrimiento –millones de desplazados, civiles bajo bombardeo–, muchos gobiernos que defienden con vehemencia la soberanía ucraniana evitan calificar la tragedia palestina como lo que es: una violación masiva de derechos y un plan genocida por parte de Israel. Ni la indignación ni las sanciones alcanzan el mismo nivel que se ha observado contra otros países. 


Butler nos recordaría cómo ciertos marcos de “inteligibilidad” hacen que estas vidas parezcan menos tangibles para la comunidad internacional, normalizando así un castigo colectivo que incluso la ONU ha calificado como una “violación masiva y sistemática de derechos humanos”. 


El trato dado a los refugiados también revela este doble rasero. Cuando más de 2 millones de ucranianos huyeron en pocas semanas, los países vecinos y la Unión Europea respondieron con una ayuda inmediata sin precedentes. Las ciudades europeas improvisaron centros de acogida, mientras los medios mostraban imágenes de niños refugiados europeos en brazos solidarios. En cambio, la llegada de casi un millón de refugiados sirios y decenas de miles de africanos en 2015 provocó rechazo y politización, quedando como símbolo la fotografía del cadáver del pequeño Aylan en las playas del mar Egeo. Solo algunos países (como Alemania y España) abrieron sus puertas, mientras otros levantaron muros y discursos xenófobos. 


 Como señaló la prensa crítica, los ciudadanos occidentales de piel blanca recibieron una “solidaridad” que rara vez se ofreció a migrantes negros o árabes. Esto resuena con lo que Said describió en Orientalismo: se construye un “otro” indigno de empatía, reforzando la hipocresía global. En resumen, el pretexto de la cercanía cultural o de la geopolítica útil demostró que “algunas vidas importan más”. 


Paradójicamente, quienes predican la importancia de la libertad y la soberanía actúan de forma incoherente. Un ejemplo es la retórica del presidente Donald Trump. Durante la cumbre de la OTAN en 2025, criticó ferozmente a España por no aumentar su gasto militar al 5 %, amenazando con imponer condiciones comerciales más duras (“les haremos pagar el doble” en las negociaciones). Sorprendentemente, esa misma administración afirma defender la “soberanía” de Ucrania frente a Rusia. 


Esa disonancia es evidente: se exige compromiso político y económico a los aliados europeos, mientras se sanciona a otras naciones fuera del eje occidental. 


Otro ejemplo que genera grandes debates, pero en el que se niega lo obvio, es la politización del bloqueo económico o el impacto de las famosas sanciones internacionales sobre determinados países y sus poblaciones civiles, como ocurre con Cuba o Irán, que sufren bloqueos unilaterales que impiden el acceso a numerosos productos y al desarrollo pleno de sus economías, incluso cuando la isla aceptó la propuesta de apertura comercial de la administración Obama, o cuando Irán abrió sus puertas a técnicos de agencias internacionales y firmó el tratado de no proliferación de armas nucleares (que nunca ha sido ratificado por Israel). Aun así, Irán fue incluido en la lista negra de EE. UU., incluso cumpliendo con exigencias de la comunidad internacional. 


De hecho, la ONU ha repudiado el embargo a Cuba –votando anualmente a favor de levantarlo– y lo ha calificado incluso como “crimen de genocidio” contra el pueblo cubano. Sin embargo, esa violación prolongada de derechos no recibe sanciones similares por parte de quienes imponen el bloqueo. El contraste vuelve a mostrar que el orden internacional elige a quién “defenderle la soberanía” según criterios de conveniencia, no de justicia. 


Las reflexiones de Butler, Arendt, Said, Mbembe y Mamdani iluminan este fenómeno. Butler nos invita a reconocer que la “precariedad” y el duelo deben extenderse a todas las vidas, no solo a las privilegiadas. Arendt nos advierte que al estandarizar el mal como algo externo, dejamos de sentirlo como propio. Said denuncia que el discurso occidental tiende a silenciar a los oprimidos al considerarlos subalternos. Mbembe subraya cómo los sistemas de poder permiten el exterminio de poblaciones colonizadas como parte inherente del orden “civilizado”. Mamdani recuerda que estas jerarquías surgieron en la era colonial, cuando se clasificaba arbitrariamente a los pueblos como “aliados” o “enemigos” para justificar la violencia. 


Si la comunidad internacional quiere tener credibilidad, deberá aplicar las mismas condenas y urgencias a todos los genocidios y crímenes de guerra, sin distinciones. 


En definitiva, la hipocresía global se sostiene en narrativas que inclinan la balanza moral. Mientras unos muertos reciben homenajes y promesas de justicia, otros padecen en el silencio del olvido institucional. Una mirada crítica revela que este orden internacional selectivo mantiene políticas de sanciones, pactos y alianzas según intereses estratégicos, no principios universales. 


Frente a ello, la lección de estos autores es clara: la dignidad humana debe reivindicarse sin excepciones. Solo reconociendo por igual el dolor de todas las víctimas –armenias, rohingyas, kurdas, congoleñas, palestinas o ucranianas– será posible romper con la complicidad mundial que hoy legitima algunas muertes y silencia otras. 


Wesley S.T Guerra
Wesley S.T Guerra

Wesley Sá Teles Guerra

Fundador de CERES y paradiplomático. Políglota. Titulado en Negociaciones Internacionales por el CPE (Barcelona), licenciado en Administración por la UCB, posgraduado en Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas por la FESPSP, máster en Políticas Sociales y Migraciones por la UDC (España), MBA en Marketing Internacional por el MIB (Massachusetts, EE.UU.), Global MBA por ILADEC, máster en Smart Cities por la UC (Andorra) y doctorando en Sociología por la UNED (España). Especialista en paradiplomacia, desarrollo económico y ciudades inteligentes. Autor de los libros Cadernos de Paradiplomacia, Paradiplomacy Reviews y Manual de sobrevivência das Relações Internacionais. Comentarista invitado en la CBN Recife y finalista del premio ABANCA de investigación académica.

Actuó como paradiplomático del Gobierno de Cataluña durante el "procés", el proceso de autodeterminación de la región catalana (España), y fue también miembro del IGADI, Instituto Gallego de Análisis y Documentación Internacional, así como coordinador del OGALUS, Observatorio Gallego de la Lusofonía, siendo el responsable del estudio Relaciones entre Galicia y Brasil. Asimismo, fue el primer brasileño en presentarse como candidato en unas elecciones en la ciudad de Ourense (España).

Fue editor ejecutivo de la revista ELA del IAPSS y es miembro de diversas instituciones como el CEDEPEM, ECP, Smart Cities Council y REPIT.


Fuentes 

  • Judith Butler. Frames of War: When Is Life Grievable?, Verso, 2009. 

  • Hannah Arendt. Responsibility and Judgment, Schocken Books, 2003. 

  • Edward Said. Orientalism, Pantheon Books, 1978. 

  • Achille Mbembe. Necropolitics, Duke University Press, 2019. 

  • Mahmood Mamdani. When Victims Become Killers, Princeton University Press, 2001. 

  • Hochschild, Adam. King Leopold's Ghost, Houghton Mifflin, 2006. 

  • Médicos Sin Fronteras. Informe sobre la ofensiva contra los rohingyas, 2017. 

  • United Nations General Assembly. Resolución sobre el bloqueo a Cuba, 2024. 

  • Al Jazeera, AJLabs. “The human toll of Israel’s war on Gaza – by the numbers”, enero de 2025. 

  • Fox Business. Declaraciones de Trump sobre el gasto militar español, junio de 2025. 

  • Foreign Policy. “Europe’s Refugee Hypocrisy”, marzo de 2022. 

  • The Guardian. “6,700 Rohingya Muslims killed in one month in Myanmar”, diciembre de 2017. 

  • Wikipedia. “Genocidio armenio”, “Genocidio congoleño”, y “Crisis de los refugiados sirios en Europa”. 

  • UNHCR. Datos sobre desplazados ucranianos, 2022–2024. 

  • International Crisis Group. Informes sobre la situación de los kurdos en Siria, 2019. 

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